Estas jirafas metálicas tienen otros andares. No son los andares
cansinos que le miden los tiempos al tiempo.
La llanura que tiene enfrente es azul, plateada, brillante…, depende del día y
de la hora. Por el horizonte cruzan los barcos que van a alguna parte.
Por entre los hierros de las grúas del puerto pasan las
brisas. Están engarzados, asidos entre sí con un sinfín de tornillos y
soldaduras. Las grúas del puerto saludan cada mañana al sol del amanecer que
aparece por Levante; luego, le dice adiós jugando al escondite con la Sierra de
Mijas.
Decidieron modernizar el puerto. Hicieron un malecón nuevo.
O sea, el morro ya estaba más lejos y
los gatos que iban a la caza de los cebos de los pescadores tenían un montón de
rocas más para buscarse los pescadillos que servían de cebo; otras veces, su
‘pesca’ era en el zurrón perdido de vista. Ya se sabe lo listos que son los
gatos.
Los cruceristas llegarían en barcos muy grandes. Como
ciudades que se echan a la mar. Venían de puertos lejanos. Y ya no tenían tan a
mano las palomas del parque que le hablaban de tú al Maestro Alcántara cuando
era muchacho.
Y pensaron también, miren por dónd, en unos mecanos
gigantescos. Como las Torres Florentino se ven desde El Escorial, no quisieron
ser menos y decidieron que la gente
viese las grúas desde Cártama o desde lo alto de la Cuesta de la Reina o
desde que el Melillero sale por la bocana del puerto… de Melilla.
Son feas. Rompen, desentonan. Me decía, hace unos día,s un
amigo desde la barandilla de Gibralfaro: “lo que le faltaba a La Malagueta era
esos bichos metálicos”: Por cierto, caía la tarde, unos torerillos de escuela
toreaban un toro imaginario en la arena dorada de la plaza. Pero las grúas…
¡vaya por Dios, se lucieron con el invento!
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