sábado, 31 de enero de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La chica de los ojos de misterio

La chica trabaja desde las primeras horas de la mañana en el bar de la esquina de la calle aquella. El bar abre para los madrugadores. En esos bares se habla poco; son más elocuentes los gestos.  Están ahí para la gente que emprende la tarea casi antes  que venga el día. Los clientes confluyen para el encuentro como los ríos marcados en los mapas.

La chica iba y venía de un extremo a otro de la barra. No paraba ni un momento. Preguntaba, se volvía a la máquina de café, ponía sobre el mostrador el servicio, cobraba la consumición y, entonces, marcaba en unos espacios sobre la pantalla del ordenador,  saltaba con un sonido metálico el cajón de la máquina registradora y devolvía el cambio.

La chica es de estatura media; delgada. Nariz proporcionada; tez blanca;  su cintura es un anillo. Tiene finas las manos y los dedos estilizados. La chica tiene manos de artista. Se recoge el pelo – su pelo negro – con una cola que se bambolea cuando gira, bruscamente, la cabeza.

La chica tiene los ojos grandes. Preciosos. Intensos. Hablan cuando miran; no usan la palabra. Lanzan un mensaje directo.  La chica tiene los ojos con pinceladas verdes, azabaches y negras. Desde  la distancia, sus ojos lo dicen todo,  lo entienden todo; en la cercanía trasmiten dulzura, misterio, embrujo, encanto.

Se le escapa un brillo especial. Un no sé qué que flota; un hálito que se queda  en el viento. Irradian vida interior como esos volcanes que sabemos que están ahí, que esperan su momento.

Son dos imanes. Son estrellas en la noche oscura en un cielo distante; luceros ciertos. Tienen el fulgor de la luna llena que sube en las noches de verano por la marisma y avanza por el cielo y lo hace suyo. Y, si los ojos son el espejo del alma…

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