viernes, 12 de diciembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La Alberca

                                               

                                                                                              A mi amiga Marilina

Me despido de Salamanca – bueno yo no me despido nunca, digo: “hasta luego” – junto a la fachada de San Esteban. La ciudad, enfrente; a mis espaldas, una de las fachadas más bellas y más señeras del Plateresco. Un cartel  me dice: Plaza del Concilio de Trento…

Salvo el Tormes - el del Lazarillo, el que viene desde la vertiente norte de Gredos, el que pasa por Alba donde murió Santa Teresa…; ese -, por un puente nuevo. Por el Campo Charro cruzo Vecinos, como algo porque es hora junto a la gasolinera, y voy hasta Tamames. Encinas y dehesas. Toros bravos. “Salamanca, arte, saber y toros…”

No me detengo en El Cabaco. Después del arroyo de la Barranca, a la derecha, tomo la subida a la Sierra. Ya no es Campo Charro. Ya no hay encinas. Se cambian por rebollares, pinos silvestres y helechos; matorrales.

Junto a la carretera hay una fuente. Paro. Un hombre solitario lee en un libro. No levanta la cabeza, no mira. No se da por enterado de mi presencia. El agua está fría, helada. Se escucha como cae el chorro sobre el pilar. En la cumbre está el santuario de la Virgen de la Peña de Francia; a los pies, a un lado el campo de dehesas; al frente, Las Hurdes; en medio, las Batuecas…

Llego a La Alberca; es media tarde. La Alberca se ha abierto al turismo: tiendas y más tiendas. Casi todas ofrecen lo mismo: embutidos, miel, garrapiñados, obleas, cestería y platos de cerámica; camisetas con estampados horrorosos. Me echo a andar por las calles. Me abstraigo de la gente. Casas adinteladas. “Ave María. 1728”. Sabor a reminicencia judía.  

 Pienso que en cualquier esquina puede estar Ladislao Vajda rodando una escena de ‘Marcelino Pan y vino’,  pero no está. Pregunto por “el marrano de San Antón” que rifarán, luego, cuando llegue el invierno y esté cebado. Me dicen que, al de este año, lo atropelló un coche; está accidentado.

Entro en la iglesia de la Asunción: umbrosa y oscura. Cae la tarde. No espero a la moza de Ánimas que dentro de un rato con la campanilla por las esquinas pedirá oraciones para las ánimas benditas del purgatorio y “otro padrenuestro y otro avemaría por los que están en pecado mortal”...


 Entre castaños busco la dirección de Miranda y luego Béjar y luego… ¿Luego? Dios dirá.

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