martes, 16 de diciembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La chica de los ojos color de miel

                                   
                                              
La chica de los ojos de color de miel  acercó su coche hasta al borde del paseo que separa la carretera de la playa. Lo estacionó. Miró por la ventanilla... El cristal de la ventanilla, por la diferencia de temperatura, estaba un poco empañado. Le pasó la mano; intentó limpiarlo.

 Las gotas de agua de la lluvia resbalaban por el cristal de la ventanilla;  luego, corrían  veloces. Unas se daban la mano a otras. Llovía suave, mansamente aquella  mañana. La chica de los ojos de color de miel suspiró, pensó, suspiró de nuevo, y  miró al frente. Frente estaba el mar…

El mar era un contraste de grises. Las nubes no estaban quietas en el cielo. Venían de no se sabía dónde; iban a alguna parte. Había un contraste de luces que jugaban al escondite y dejaban ruedos iluminados sobre la superficie del agua.

El mar tenía el color del cielo. Casi no iba gente por el paseo marítimo aquella mañana: un hombre con un perro que corría delante de él; una pareja a paso rápido; dos mujeres…; un hombre con un cubo y una caña: eran sus arreos de pescar.

La chica de los ojos de color de miel los tenía enturbiados por la pena. ¿Pena? Ella no sabía si lo que sentía por dentro  era  pena, resentimiento, rabia, tristeza… Podía ser una de esas cosas o todas a la vez. Por el cristal de la ventanilla del coche corrían las gotas de agua. Llovía aquella mañana.

La chica de los ojos color de miel esbozaba una sonrisa desde sus labios. Hablaba con ella misma. No lo entendía. Nada tenía sentido. Ella lo asumía todo: “Mi cuerpo conmigo, mi mente donde se tercie, y mi corazón…”


Llovía, llovía como suele hacerlo cuando del cielo baja eso que llamamos poesía.  La chica de los ojos color de miel se cubría la cabeza con un sombrero de fieltro beig -  ¿o era de color dorado? - que escondía con su ala unos “ojos claros, serenos”… Pero, eso era para otro día.

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