domingo, 28 de septiembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Concierto para flauta y arpa Do Mayor K299, Mozart

        
                       
Daniel era un niño de once años que viajaba solo, con su camaleón-mascota, en un autobús desde Málaga a Los Llanos de Tiberia. Daniel cursaba primero de Bachillerato en el Seminario Menor, según le dijo a un  compañero de asiento, profesor de Ciencias Naturales del Instituto Pedro Espinosa de Antequera. Daniel, en opinión del docente tenía un par de bemoles…

Lo cuenta Juan Rebollo, en Bajo el cielo protector (Córdoba Libros, 2014),  su última novela. La noche que la presentó una luna esplendida se apoderó de los Llanos de Tiberia. Tiene mucho de autobiografía y las pinceladas propias que el autor añade para dar mordiente, chicha y picante a todo el relato. Conjuga vida de internado con la libertad perdida del niño de pueblo.

Hace el autor una incursión por la vida del adolescente seminarista. Juega con la habilidad del leguaje entre la censura de una España retrógrada y reprimida y apunta – el despertar, lo llama él – a los nuevos aires que, en lo religioso, aportaría el Vaticano II y, en lo político, lo que pretendía difundir Radio Pirenáica o la llegada del socialismo a España.

Como los raíles en la vía del tren la novela tiene dos caminos: la vida, el devenir, el acontecer y, la fe. ¿La fe? Hay palabras (monosílabos) que lo dicen todo: “sí”, “no”, “fe” En este caso, Rebollo, rompe moldes, busca algo que no está de moda. Y, entonces, viene y como quien no quiere la cosa, hace magna exposición de la fe.

Flota en toda la novela la sombra casi imperceptible de Pual Bowles. El norteamericano se debatió, en su vida personal, entre conflictos, en apariencia irreconciliables: tendencias, corrientes personales, modas o lugares exóticos


 Daniel Domínguez, el protagonista de Bajo el cielo protector, va con pie cambiado. Hay luz de nuevos tiempos: en la política, en la vida eclesial, en las relaciones laborales, en el dolor, en el amor… Daniel, juega con todos. Los cuelga en un asidero que solo es suyo: la fe. Ah, y por cierto, cuando escribo estas líneas escucho el Concierto para Flauta y Arpa Do mayor K 299, de Mozart.

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