domingo, 2 de febrero de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Candelaria

                                  

Se festoneaba el campo de candelas. Al pié de la sierra del Valle, por la loma de Virote, por los Lantistares, en el Cerro de la Farola, por Cerrao… El campo, entre dos luces, era una candela – mejor, una sucesión de hogueras-, que en la lejanía servía de faro, de asombro de niños, de un no sé qué totémico que aparecía siempre.

Era, según dicen los que saben, en otro tiempo, la fiesta de la luz. Puede. Todos los pueblos se enraízan en sus orígenes y alguien se encarga, de algún modo, que sobreviva al tiempo y a la gente. Luego vino la iglesia y cristianizó todo lo pagano que se halló por los caminos, y todo eso que ya se sabe.

En Tromson, ciudad noruega muy cercana al círculo polar, una tarde de verano se me ocurrió preguntar hasta cuando duraba la oscuridad del invierno… A mediados de enero – me dijeron – se vislumbra el primer rayo de aurora en el horizonte. O sea la luz. Es el comienzo del alargamiento de los días.

Celebraban los paganos el solsticio de invierno cuando diciembre era más sombra y noche, que sol y día. Se cristianizó. Se fijo el nacimiento de Jesús en torno a la fecha. Es decir, la luz nueva, el Sol nuevo. Y el mundo – los que no creen, incluidos- lo celebran en casi todo occidente.

Tiene la Candelaria otro motivo también de recuerdo. Dice el Evangelio que María para purificarse acudió al Templo. Presentó al Niño y ofreció dos pichones “porque eran pobres”. Seguían un mandato recogido en el Levítico… La tradición, en aquel tiempo, rondaba los mil quinientos años. Año más o año, menos.


Muchos pueblos han celebrado la fiesta. No sé si habrán llevado los niños a los templos. Esta tarde, cuando se han recogido los pájaros y apuntan un lucero lejano en un cielo muy azul y frío me he asomado al campo. Había muy pocas candelas…

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